Paraguay se debate entre autoritarismo y y democracia

Cuando Paraguay salió en 1989 de su largo periodo de autoritarismo dictatorial, una de las consignas explícitas fue su propia reformulación como Estado democrático y respetuoso de los derechos humanos. Esto se pudo ver no solo en la proclama del militar que encabezó el golpe de Estado del 2 y 3 de febrero de ese año, donde se anunciaba el inicio de la democratización del Paraguay y el respeto a los derechos humanos, entre los cuatro puntos señalados, sino en numerosos cambios habidos de manera inmediata en libertades básicas, como la de expresión y asociación, y en progresivos cambios institucionales y normativos que en los primeros años de la transición política fueron casi vertiginosos, incluida una nueva Constitución donde los derechos humanos pasaron a tener destaque y adhesión sin restricciones.

El proceso de apertura política del país luego del prolongado régimen dictatorial, sin embargo, no fue lineal ni estuvo exento de tensiones y permanentes amenazas de retroceso, en especial en la segunda mitad de la primera década de la transición, cuando ya las tensiones entre los poderes de civiles y militares herederos del régimen eclosionan y se manifiestan con las amenazas golpistas del entonces general Lino Oviedo, en 1996 y 1999. El “marzo paraguayo” de 1999, con su trágico saldo de ocho personas muertas, fue un punto culminante y crítico de estas tensiones. Su resultado también fue un respiro de casi 10 años más en el poder para el Partido Colorado, el mismo que sirvió de sostén político al régimen de Stroessner, a través de un gobierno de coalición que desdibujó a las fuerzas de oposición y les restó posibilidades de construir con éxito un proyecto político de alternancia hasta 2008.

En todo ese lapso, los derechos humanos no ocupaban el centro de una disputa abierta: los discursos políticos y gubernamentales parecían seguir adhiriendo a la idea de que se debía respetar a estos derechos, si bien las actuaciones estatales nunca dejaron de ser irrespetuosas de varios de estos derechos fundamentales, y activamente violatorias en muchos casos. Al respecto, el ejemplo por excelencia que puede darse es el de los campesinos asesinados en el marco de la lucha por la tierra: nada menos que 77 casos documentados por Codehupy en el Informe Chokokue, sucedidos entre 1989 y 2005, todos amparados por la impunidad.

No obstante, con la ocurrencia de sonados secuestros extorsivos de carácter político y con el surgimiento del autodenominado Ejército del Pueblo Paraguayo (EPP), grupo armado delictivo vinculado con varios de estos casos, se fue ya perfilando con mayor fuerza un discurso anti derechos humanos, básicamente sustentado en la idea de que a determinadas personas (criminales de casos cruentos o sonados, o personas que dicen ser o son señaladas como parte del EPP) no se les debería respetar ni defender sus derechos humanos. Es importante notar esto porque se trata de un discurso de hondo calado social, debido al obvio rechazo colectivo a los crímenes cometidos y porque cae en una población aún apegada a un autoritarismo que solo espera tiempos propicios para expresarse de manera desembozada.

El año 2008 trae un cambio político fundamental en el periodo posdictatorial del Paraguay: por primera vez se produce la alternancia y, como resultado de las elecciones nacionales de ese año, pasa a ser gobierno una coalición entre partidos diversos, entre ellos el principal de la oposición, el Partido Liberal Radical Auténtico (PLRA) y numerosas agrupaciones de izquierda, con el apoyo de importantes sectores organizados de la sociedad. Fernando Lugo, el presidente electo ese año, tenía el desafío de gobernar bajo la adversidad de un Congreso sin mayoría propia y conducir una de las principales transformaciones de la vida política del país tras largos años de autoritarismo y de gobierno monocolor.

Como es sabido, este gobierno fue truncado por un golpe parlamentario, disfrazado de institucionalidad, acaecido el 22 de junio de 2012, que dio lugar a un breve gobierno liberal marcado por la falta de legitimidad, por el desconocimiento de la comunidad internacional y por graves retrocesos en políticas públicas de relevancia impulsadas en el periodo de Lugo.

Las elecciones de abril de 2013 y la asunción del gobierno electo en agosto del mismo año significaron el retorno del Partido Colorado al poder por vía de elecciones, un retorno facilitado por la inconsistencia democrática y la angurria de poder de los liberales y otros partidos menores. Y este retorno tiene el signo del autoritarismo, convenientemente encubierto por arrolladoras políticas de tinte neoliberal, desenvueltas en consonancia con un “espíritu empresarial” y un aparente apego a lo técnico. En los primeros meses de su gobierno, Horacio Cartes ya colocó las piezas legales que le permitirán desempeñarse sin mayores obstáculos en sus siguientes cuatro años de gobierno: amplio poder para disponer el uso de las fuerzas militares en operaciones de seguridad interna, cambios en el sistema fiscal sin tocar al sector agroexportador y total poder de decisión sobre las eventuales alianzas entre sector público y privado para desarrollar obras de infraestructura, con una ley que le permite en realidad –aun sin llamarlas con este nombre– hacer concesiones para la explotación de bienes fundamentales y de servicios básicos.

Y qué fue pasando con los derechos humanos en el discurso público en este lapso desde 2008 hasta la actualidad: se fueron convirtiendo en enemigos declarados para quienes veían sus intereses amenazados con la alternancia política y los tímidos cambios impulsados desde el gobierno de Lugo. Es decir: los derechos humanos pasaron a ser alta y explícitamente molestos cuando el poder cambió de manos.

Se intentó de numerosas maneras “ideologizar” a los derechos humanos, haciendo una indebida equivalencia entre derechos humanos e izquierda, y colocar bajo un manto de sospecha toda actividad vinculada con los derechos humanos. Este cuadro se exacerba luego del golpe de 2012 y llega a su punto de máxima expresión en el periodo actual, con la asunción del nuevo gobierno en agosto de 2013.

Es que los derechos humanos son molestos para un plan autoritario, porque limitan al poder público y colocan a los agentes estatales –y, más aun, a las altas autoridades gubernamentales– en un marco de actuaciones legalmente pautadas, cuyo incumplimiento puede acarrear alto desprestigio en términos internacionales e incluso sanciones por parte de los organismos internacionales de derechos humanos.

Nuevas autoridades ante los derechos humanos Es en este contexto que deben ubicarse las actuaciones de Cartes y de otras autoridades en el periodo reciente. En su breve lapso de gobierno, de apenas poco más de 100 días, Cartes tuvo ya memorables frases y actuaciones contrarias a los derechos humanos. Por ejemplo, en octubre circuló la noticia de su intención de nombrar al nieto homónimo del exdictador Alfredo Stroessner como embajador del país ante Naciones Unidas. No por el simple parentesco, sino por ser este nieto un explícito defensor de la dictadura y de sus atrocidades, el caso conmocionó a la comunidad de defensa de los derechos humanos y fue un escándalo de proporciones internacionales. Como si fuera poco, el presidente Cartes minimizó los horrores de la dictadura y ofendió gravemente a las víctimas cuando con sorna espetó a un periodista: “¿Qué tenés contra Alfredo Stroessner, te sacó la novia o qué?

Poco tiempo después, en un acto policial, nuevamente explicitó cuál es su posición o consideración ante los derechos humanos. Respecto a la muerte de un policía, dijo “aquí no hay derechos humanos, sólo llantos”, aludiendo así a la idea de que las y los defensores de derechos humanos no se manifiestan ante estos casos. Así, el nuevo presidente del Paraguay muestra no sólo su falta de compresión acerca del concepto de derechos humanos, sino posiblemente sobre todo su desprecio hacia ellos. Un presidente de un país democrático no puede no saber sobre derechos humanos. Y si no sabe, debe aprender, pero en el camino no debería intentar desprestigiar a la idea y a la defensa de los derechos humanos, porque en ese caso, a más de ignorancia, muestra una explícita voluntad negativa con respecto a estos derechos fundamentales para un sistema democrático.

Pero no solamente en el Poder Ejecutivo se manifiesta esta especie de guerra discursiva e ideológica contraria a los derechos humanos. En el Poder Legislativo, luego de la asunción de las personas electas para el periodo 2013-2018, fueron elegidas las autoridades de las comisiones legislativas. En la Comisión de Derechos Humanos de la Cámara de Senadores fue nombrada como presidenta la señora Mirta Gusinky, una mujer que manifestó repetidas veces su desprecio a la idea misma de los derechos humanos. Electa como parlamentaria por el Partido Colorado, ella vivió la tragedia del asesinato de su hija en el marco de un secuestro extorsivo del llamado EPP.

La experiencia como víctima de un horrendo hecho criminal, donde el Estado paraguayo sí se supone que desplegó todos sus recursos para impedir la impunidad del caso y la repetición de hechos similares (por lo que no hay acción estatal violatoria de los derechos humanos), derivó en la señora Gusinky en un rechazo a los derechos humanos. Ella expresó repetidas veces que no está de acuerdo con que personas como quienes secuestraron y asesinaron a su hija gocen de las protecciones de los derechos humanos.

Es decir, no entiende la nota más esencial del concepto de los derechos humanos: son para todas las personas (criminales y honestas, víctimas y culpables, pobres y ricas, autoridades y gente sin poder de decisión), son universales, irrenunciables, indivisibles, interdependientes, no se pierden por ningún motivo y es imperativo que se defienda a toda persona de eventuales abusos del Estado en uso de sus atribuciones en cuanto a uso de la fuerza.

Y, con toda razón, a las personas delincuentes y criminales, o a quienes son acusadas a veces injustamente de serlo, porque enfrentan al Estado en su faceta de más alto poder de sanción o castigo: en la aplicación del sistema penal. La senadora Gusinky es un caso de alto perjuicio a los derechos humanos desde el poder parlamentario debido a la relevancia de que la Comisión de Derechos Humanos de la Cámara Alta sea una instancia que realmente cumpla sus objetivos y se convierta en referente para la lucha a favor de los derechos humanos.

Pero otras declaraciones y dichos de congresistas muestran de manera permanente el extendido desprecio a los derechos humanos. Por ejemplo, el diputado Edgar Ortiz señaló que “tenemos que pensar en retirarnos del tema de derechos humanos…”, mostrando la idea que estos compromisos son molestos para actuaciones públicas que son irrespetuosas de las protecciones establecidas en el marco normativo de los derechos humanos.

Para colocar un ejemplo del Poder Judicial y completar el círculo, basta darle una mirada al caso Curuguaty, donde simplemente se han cerrado todas las puertas del debido proceso para las y los campesinos acusados ante los eventos de la masacre de Marina Kue. El próximo juicio oral que deberán afrontar estas personas es posiblemente apenas una farsa con sentencia previa, pues el conjunto de actuaciones judiciales ya transcurridas en este caso hace pensar que existe el mandato de castigar como efecto demostrativo para el resto de las personas que podrían remover los hilos reales de la masacre, como efecto disuasivo para las organizaciones de lucha por la tierra y para de una vez por todas intentar cerrar un caso que constituye una herida abierta para Paraguay. Equivocadamente, porque la injusticia sólo aviva la herida.

El conjunto de ejemplos mencionados sirve para visualizar una conclusión: el Estado paraguayo, en sus tres poderes, se encuentra copado por fuerzas contrarias a los derechos humanos. Seguramente quedan nichos estatales desde donde se pueda impulsar algo diferente, pero no cambia el sentido general de la tendencia: se trata de un proyecto de dominación para el que los derechos humanos son molestos. Y no se trata de un proyecto nuevo, sino del retorno de lo que nunca se había ido del todo: de la concentración de poder político y económico sustentada en un modelo ideológico y cultural de tinte altamente autoritario. Un Estado que viola y desprecia sistemáticamente los derechos humanos no puede calificarse como un Estado gobernado bajo reglas democráticas.

Ataques a organizaciones y personas defensoras de derechos humanos Cuando desde el Estado se instala un patrón de irrespeto generalizado a los derechos humanos, es habitual que se recurra a un circuito que facilita estas violaciones dejando a la sociedad sin capacidad de defensa. En este circuito es común que se identifique (y a veces se genera, se “produce”) un enemigo interno capaz de causar la suficiente conmoción como para debilitar la oposición al patrón represivo. Además, se instalan los argumentos que sustentan estas actuaciones opuestas a los derechos. Paralelamente, las eventuales víctimas del patrón represivo son deshumanizadas y demonizadas, de manera tal que las violaciones a sus derechos humanos y sufrimientos se vean como justificados.

Finalmente, se desactiva la capacidad de defensa ante las violaciones que sucedan bajo la vigencia del patrón represivo instalado. Un circuito exitoso deja en la indefensión total a quienes puedan ser víctimas de violaciones de derechos humanos: se tiene así un Estado irrespetuoso de estos derechos, que utiliza todo el poder de su aparato para poner en marcha movimientos represivos injustificados e ilegales, avalado por el aplauso, el silencio o el temor de gran parte de la población, y con escasa capacidad de respuesta de las víctimas o de quienes tengan interés en defenderlas. Este circuito es por demás conocido en este país, donde una larga dictadura nos enseñó en la propia piel lo que significa vivir bajo un autoritarismo represivo. Dictadura que además dejó huellas potentes y muy actuales en mentalidades sujetas a los supuestos de este sistema autoritario.

Esto es lo que puede verse que sucede en el Paraguay con diversas situaciones, como por ejemplo el proceso de militarización de la seguridad interna, acaecido inmediatamente luego de la asunción de Cartes como presidente. Primero, la conmoción de una matanza, a dos días del acto de toma de posesión del presidente electo. Inmediatamente, la atribución del ataque a un enemigo interno con nombre y apellido (el EPP). Luego, la extensión por parte de las autoridades de la sospecha hacia organizaciones y personas de las zonas señaladas como de influencia del EPP, sin mayores fundamentos.

De manera paralela, se pusieron en circulación argumentos sobre las supuestas bondades de la militarización interna del país, y luego, casi al mismo tiempo, se puso en escena un coro mediático de ataques a la idea y a la defensa de los derechos humanos. Los sectores y personas opuestos a la política de militarización instalada fueron presentados como personas y organizaciones amenazantes, sobre bases falsas, con acusaciones relacionadas con lo ideológico y con una tónica que alienta el miedo y el odio.

Este discurso busca básicamente: • desactivar la oposición y la capacidad de defensa de personas y organizaciones ante los abusos que puedan cometerse bajo el imperio de la militarización, con las nuevas condiciones de poder otorgadas al Poder Ejecutivo por las modificaciones a la Ley de Defensa Nacional y Seguridad Interna, aprobadas una semana después de la asunción de las nuevas autoridades del Ejecutivo; • colocar bajo el punto de mira a organizaciones y personas defensoras de derechos humanos concretas, con el consiguiente esfuerzo que éstas deberán colocar en su propia defensa, buscando dejar libre la cancha para los abusos de poder estatal; • justificar de manera general la razonabilidad de las persecuciones que puedan ser desatadas en contra de personas y organizaciones que se oponen a la militarización y a los abusos de poder del Estado; • abonar una ciudadanía temerosa, dispuesta a aceptar abusos del Estado sin animarse a la protesta y a la solidaridad.

Las persecuciones a la lucha social se han venido manifestando en diversas modalidades, pero es necesario señalar –por su frecuencia y por su alto impacto como política de terror– el asesinato de dirigentes campesinos por vía de ataques sorpresivos realizados por sicarios. Desde el golpe de 2012, un total de 6 casos de este tipo vienen ensombreciendo el panorama de la lucha social y de la resistencia ante el modelo económico de agricultura intensiva, expansiva y expulsiva del campesinado.

El objetivo: instalar el miedo y acallar la protesta. Los desalojos violentos y el despojo de tierras indígenas completan este panorama, donde es necesario visualizar el foco: la antigua lucha por la tierra en Paraguay. Posiblemente se estén presenciando las últimas resistencias ante este proceso de sucesivos despojos de la población paraguaya de sus tierras, y de negación del derecho de pueblos indígenas a territorio y tierras, así como a la solidificación de un modelo productivo y económico basado en la agroexportación, a más de las grandes inversiones en obras por vía de las concesiones disfrazadas de alianzas entre el capital privado y el Estado. Todo esto precisa de poder público, de poder estatal. Y, ante todo esto, la defensa de los derechos humanos es básicamente molesta.

Para completar la imposibilidad de resistencia, es necesario el ataque a quienes defienden los derechos humanos. En esta línea se ubican algunos casos de relevancia ocurridos en los últimos años, en particular el caso de criminalización de la organización no gubernamental Iniciativa Amotocodie, dedicada a la defensa del territorio indígena de ayoreos no contactados. En este año 2013, finalmente se llegó al sobreseimiento definitivo del caso, pero luego de casi tres años de un proceso judicial destructivo, básicamente generado y sostenido con el propósito de impedir la operatividad de la organización y eventualmente destruirla. No se logra esto sin un Poder Judicial corrupto hasta los tuétanos.

El discurso antiderechos se volvió explícito en los medios. Un ejemplo fue el editorial del diario Abc Color del 1 de septiembre de 20136, digno de la más rancia escuela represora de cuño stronista, que debe ser entendido como un importante ejemplo de este tipo de discurso. Las menciones de la Codehupy; de su secretario ejecutivo, Enrique Gauto; del Servicio Paz y Justicia Paraguay (Serpaj-Py); y del integrante de Serpaj-Py Abel Irala, a más de organizaciones y actores políticos, son veladas amenazas vertidas sobre el conjunto de las organizaciones y personas defensoras de derechos humanos del Paraguay.

Y este tipo de hechos se va repitiendo hasta configurar un Estado represivo de cuerpo completo. En octubre de 2013, el gobernador de Concepción, Luis Urbieta, manifestó que las escuelas de Fe y Alegría en Arroyito (departamento de Concepción, uno de los lugares estigmatizados como zona de influencia del EPP) son lugares donde se incita a la lucha armada. Según dijo, esto lo hizo a partir de denuncias anónimas de vecinos. Los jesuitas del Paraguay emitieron un comunicado en defensa de la labor de estos emprendimientos de la orden y en rechazo de las infundadas declaraciones.

Son apenas ejemplos de la situación del Paraguay con relación a los derechos humanos y a las organizaciones y personas defensoras de ellos. Si no se enfrenta ahora de manera decidida este nefasto circuito de violaciones, más represión y desactivación de la defensa de derechos humanos, se admite el retorno del Paraguay a lo más profundo del pozo autoritario.

Fuente y foto: Decidamos

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